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El culto a la ignorancia

El culto a la ignorancia



I
SAAC ASIMOVVELLOCINOS DE ORO
ISAAC ASIMOV: El culto a la ignorancia

Un puñado de ideas y reflexiones sobre este libro


"¡Qué atrevida es la ignorancia"

En Estados Unidos, afirma Asimov en su libro en 1980,  hay un culto declarado a la ignorancia, y siempre lo ha habido (hoy en día habría encontrado un líder paradigmático de esta tendencia en su expresidente Donald Trump). El antiintelectualismo ha sido una constante que ha ido permeando su vida política y cultural, amparado por la falsa premisa de que democracia quiere decir que «mi ignorancia vale tanto como tu saber».

Habitualmente, los políticos se han esmerado en hablar la lengua de Shakespeare y Milton lo más antigramaticalmente que han podido (y otro tanto podríamos decir en España sobre el desprecio al buen uso de la lengua de Cervantes), tratando así de evitar ofender a sus oyentes dándoles la impresión de haber ido al colegio. Así, Adlai Stevenson, que inocentemente dejó entrever cierta cultura e inteligencia en sus discursos, vio como el rebaño de los estadounidenses afluía hacia un candidato a la presidencia que inventó su particular versión de la lengua inglesa y que, desde entonces, no da tregua a los cómicos que lo imitan. George Wallace, en sus discursos, solía hacer leña del «intelectual relamido», y era digno de ver con qué clamores de aprobación respondía a esa expresión su relamido público.

"¡Muera la inteligencia!"

A nadie se le ocurriría decidir el hacer, y cómo hacer, una delicada y peligrosa operación quirúrgica preguntando a un grupo de amiguetes... ¡Sometámoslo a votación!, afirmaría el necio, sin atender a la opinión calificada de médicos y cirujanos expertos. 
Sin embargo ahora, los oscurantistas de la ciencia, tienen una nueva consigna: «¡No confíes en los expertos!». Hace diez años era «No confíes en nadie que tenga más de 30 años». Pero los que aireaban tal consigna vieron que la alquimia inevitable del calendario los acabó volviendo a ellos unos treintañeros indignos de confianza, y parece que decidieron no volver a cometer ese error jamás. «¡No confíes en los expertos!» es algo que se puede decir sin ningún peligro. Nada, ni el paso del tiempo ni la exposición a la información, los convertirá en expertos en nada de provecho.

"Sólo sé que no sé nada"

También está en boga otra palabra con la que se da nombre a todo aquel que admira la aptitud, el conocimiento, la cultura y la capacidad, y que desea que se extiendan. De ese tipo de gente decimos que son «elitistas». Es la palabra más jocosa jamás inventada, ya que los que no pertenecen a la élite intelectual no saben qué es un «elitista» o cómo se pronuncia la palabra. No bien alguien grita «elitista» se hace evidente que dentro de esa persona se esconde un elitista que siente remordimiento por haber ido al colegio.

Cuando la gente de Estados Unidos defiende vehementemente que "tiene derecho a saber", no nos referimos a cosas elitistas. Lo que tiene derecho a saber es, vagamente, algo así como «lo que pasa». La gente de Estados Unidos tiene derecho a saber «lo que pasa» en los tribunales, en el Parlamento, en la Casa Blanca, en los consejos industriales, en las agencias reguladoras, en los sindicatos; ahí donde tienen asiento los poderosos. Muy bien, estoy de acuerdo. ¿Pero cómo se va a conseguir que la gente sepa todo eso?

"El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho."

Si nos dan libertad de prensa y nos dan periodistas que quieran investigar, que sean independientes y valientes; no cabe duda de que, cuando haya algo importante que saber, la gente lo sabrá. Claro, ¡siempre y cuando la gente sepa leer!

Resulta que el leer es una de esas cosas elitistas a las que me refería; y una mayoría de estadounidenses, desconfiando como desconfían de los expertos y despreciando como desprecian a los intelectuales relamidos, no sabe leer y no lee.

El icono contra la frase

Naturalmente, el estadounidense medio sabe trazar su firma de una forma más o menos eficaz y entiende los titulares de las noticias deportivas, pero ¿cuántos estadounidenses no elitistas podrían leer, sin excesiva dificultad, unas mil palabras consecutivas en letra menuda, algunas de las cuales podrían llegar a tener tres sílabas?
Doy fe, como autor de blogs y libros autoeditados, de que la gente abomina los textos de alguna longitud (y no digamos los largos). Las visitas caen en picado cuando se superan las 20 líneas. Ante cualquier texto con algo de "chicha" el consumidor multimedia se pasa masivamente a Tick-tokc, Instagram, whatsapp, twitter... ¡Leer, comprender, pensar: cuestan demasiado!

Es más, la situación empeora. La habilidad lectora está paulatinamente a la baja en los colegios. Por otra parte, en los anuncios de televisión se muestran con frecuencia mensajes escritos. Si presta atención, descubrirá que ningún anunciante tiene la menor confianza en que sean leídos por mucha más gente aparte de algún ocasional elitista. Para asegurarse de que el mensaje lo recibe no solo esa minoría culturizada, en el anuncio se repite en voz alta cada palabra escrita. (No te viene a la cabeza, ante la obligación legal que tienen de hacerlo, la rapidísima lectura de advertencia en los anuncios de medicamentos? Aquello de:
"Lea las instrucciones de este medicamento y consulte a su farmacéutico" que se correspondería con velocidad de triple (x3) o cuádruple (x4), en el baremo de audios de whatsapp, si se habilitaran.
Siendo así, ¿de qué manera los estadounidenses y los españoles ejercemos nuestro derecho a saber? Admitiendo que hay publicaciones que hacen esfuerzos sinceros por contarle al público lo que debe saber, preguntémonos cuántas personas realmente las leen.

El derecho ¡y el deber! de leer.

Hay doscientos millones de estadounidenses y 47 millones de españoles que han pisado las aulas en algún momento de sus vidas y que admitirían saber leer (siempre que se proteja su identidad y no se los ponga en evidencia ante sus convecinos), pero, por ejemplo en España, la mayoría de publicaciones periódicas decentes consideraría un logro extraordinario alcanzar cifras de circulación de medio millón. Pudiera ser que solo un uno por ciento, o menos, de nuestros paisanos tratase de hacer algo con su derecho a saber. Y el que lo intentase podría ser acusado de elitismo.

Debo recordar aquí las respuestas que recibo, a menudo, cuando solicito prensa en algún bar o cafetería: "Sólo tenemos el Marca...",  "No dicen más que mentiras..."  "La gente solo pide periódicos deportivos...", "No tenemos más que el Hola, por las fotos..."


¿Y qué vamos a hacer?

Podríamos empezar preguntándonos si, después de todo, la ignorancia es tan maravillosa y si tiene algún sentido condenar el «elitismo».

Creo que cualquier ser humano en posesión de un cerebro físicamente normal es capaz de aprender muchísimo y puede resultar sorprendentemente intelectual. Creo que lo que necesitamos con urgencia es que cultivarse tenga la aprobación y el incentivo de la sociedad.

Todos nosotros podemos formar parte de la elite intelectual. Solo entonces una frase como «derecho a saber» y cualquier idea de democracia genuina tendrán algún significado.
La ignorancia conduce al fascismo. La prueba del nueve está en la elección de su pasado presidente y en la aceptación que amplios sectores conservadores han mostrado por semejante ignorante (está probado, las anécdotas y declaraciones en este sentido se cuentan por cientos).

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