La ficción: "El Conde de Montecristo" (1844) (Alejandro Dumas) Capítulo tercero: El telégrafo y el jardín [...] Pues voy a visitar una cosa que me ha hecho pensar horas enteras. ¿El qué? Un telégrafo óptico. ¡Un telégrafo! repitió entre curiosa y asombrada la señora de Villefort. Sí, sí, un telégrafo. Varias veces he visto en un camino sobre un montón de tierra, levantarse esos brazos negros semejantes a las patas de un inmenso insecto, y nunca sin emoción, os lo juro, porque pensaba que aquellas señales extrañas hendiendo el aire con tanta precisión, y que llevaban a trescientas leguas la voluntad desconocida de un hombre sentado delante de una mesa, a otro hombre sentado en el extremo de la línea delante de otra mesa, se dibujaban sobre el gris de las nubes o el azul cielo, sólo por la fuerza del capricho de aquel omnipotente jefe; entonces creía en los genios, en las sílfides, en fin, en los poderes ocultos, y me reía. Ahora bien, nunca me habían dado ganas de ver